Personaje: Max



Relato procedente: Vacío (Huellas del Tiempo).

Resumen: Permanecía sentado en una de las mesas que había en la esquina del restaurante que eligió para comer, simplemente veía a su alrededor y analizaba aquello que no formaba parte de su mundo, recordando aquel momento en que atropelló a un drogadicto en sus mejores momentos y se alivió a sí mismo cuando vio toda aquella sangre por todas partes, cuando vio que aquella persona ya no volvería a respirar y comprendió que se había quedado sin alma.

Nombre completo: Max Coldfield Jackson.                        Edad: 36 años.

Ciudad Natal: Nueva Jersey.                                             Profesión: Tanatopractor.


Descripción física:

Siempre llevo el cabello tan bien peinado y pulcro que jamás me ha molestado trabajar, es de color castaño oscuro y con muy poco volumen. Mis ojos azulados muestran a una persona dolida por un pasado en el que vive y excitados al tener que maquillar a un cadáver que ha fallecido hace algunas horas, para mí es realmente fantástico y cómodo, la persona no se mueve ni habla, como es evidente. No suelo sonreír mediante unos labios finos y sin expresión, tengo unos dientes tremendamente blancos debido a lo bien que suelo cuidarlos y al tiempo que les dedico cada vez que voy a lavarme los dientes. Mi cuerpo esbelto no suele excederse de calorías, azúcares o cualquier otra cosa que no deba comer, soy muy escrupuloso en cuanto a la comida y al orden se refiere.

Descripción de la personalidad:

Según algunos psicólogos a los que me llevaba mi madre cuando tenía tan solo diez años y empezaba a tener actitudes fuera de lo común, maníaco obsesivo-compulsivo, es decir, quiero tener siempre mis rutinas al día, no puedo variar en las horas o no puedo pasar un día sin lavarme los dientes, salir de casa, peinarme u hacer la cama, ni tan siquiera comer en un restaurante distinto que no sea al que voy cada día. Si cambio mi forma de hacer las cosas me dan ataques repentinos de pánico, dejo de saber dónde estoy, literalmente me desoriento porque creo que esa no es mi vida sino que vivo la de otra persona aunque no sea del todo verdad. Soy una persona bastante solitaria, jamás me verás sentado al lado de alguien por voluntad propia o entablando una conversación amistosa con alguien; lo que es más probable que veas es a un hombre sentado lo más lejos posible del gentío.

Una infancia compleja:

Vivía entre personas más bien restrictivas, sobreprotectoras y algo más que obsesivas. Mi padre era mecánico y mi madre una enfermera que adoraba su trabajo pero que se había vuelto demasiado hipocondríaca como para reconocerlo, quería dejarlo pero la mayoría de la economía era aportada por ella y con un niño en casa no quería que nos quedáramos en la calle, así que, intentaba mantenerse firme ante los miedos constantes que le surgían de su ajetreado trabajo. Siempre fui un niño sobreprotegido en este aspecto, de hecho, mi madre controlaba constantemente lo que comía, a qué hora lo comía y con qué lo acompañaba, cuántas horas dormía y medía mi ritmo cardíaco cada cuatro o cinco horas, era bestial el control que tenía sobre las cosas, por no hablar de la farmacia que había montado en casa para cada pequeña dolencia que tuviese cualquier miembro de la familia.

No podía relacionarme demasiado, mi padre me mantenía en la silla de la cocina cada tarde desde las cinco de la tarde que terminaba las clases hasta las nueve de la noche que empezábamos a cenar haciendo los deberes y estudiando, incluso los profesores consideraron este acto como demasiado restrictivo y poco libre por parte de mis padres, pero no podían interferir en la educación que me transmitían, como para hablarles de ello... Mis ojos siempre debían estar puestos al frente, junto al orden, la organización, la evitación de posibles gérmenes allá donde fuera y el no permanecer cerca de alguien que se rascara demasiado la cabeza, señal de que tenía piojos.

Una adolescencia solitaria:

Aprendí de todos los miedos de mi familia, de todas las obsesiones, de la organización y el orden de horas en las que tenía que hacer las cosas, ni siquiera había un solo momento dedicado a mí, es decir, no tenía tiempo libre para hobbies o nada por el estilo, jamás he sabido lo que eso significa, siempre obedecía órdenes, por ello, me he mantenido ocupado y he sido un buen estudiante, no tenía otra cosa que hacer y mi padre nunca me quitó los ojos de encima. En realidad, era un niño con problemas, era demasiado introvertido de lo común y no hacía demasiado caso a lo que estuviese establecido, dando rienda suelta a las manías que mi madre me había transmitido multiplicadas por dos sin quererlo ni beberlo, sin darme cuenta lo había absorbido como si fuese una esponja.

No me gustaba mi alrededor, no tenía gustos similares a otros porque no los conocía, no tenía demasiadas cosas de las que hablar y lo que verdaderamente conocía eran mis horarios rutinarios, justo como ocurre ahora. Tenía sentimientos, está claro, y eran heridos constantemente porque no podía replicar, algo que debía hacerse tenía que realizarse sin rechistar, no podía mediar una sola opinión ni una palabra de desgana, parecía un robot salido de una fábrica, no era más que un ser sin ningún sentido, tan solo con la simple orden de obedecer a sus superiores, servir a la sociedad en sus trabajos con salarios mínimos, tratándote como un despojo y volviendo a casa buscando una explicación de por qué existes exactamente, no sabes si es para sufrir o para hacer más infeliz a otros. 

Tanatopraxia:

Como tenía tantos problemas para socializar, para mantener una sola conversación madura porque ni siquiera me habían enseñado a hacerlo, a mis veinticinco años, decidí mudarme a un pequeño estudio en Nueva York y empezar a estudiar unos cursos que acababan de promocionar sobre tanatopraxia, es decir, preparar a las personas fallecidas antes de los funerales, algo que me empezaba a tener cautivado y me daba curiosidad. Mis padres no tenían ni idea de qué iba a estudiar, tan solo sabían que quería hacerlo y que pronto tendrían noticias mías y de aquello que estudiaba, a estas alturas, todavía piensan que soy profesor de Historia en la St. Jonh's University, pero me vale el que piensen aquello que he inventado para poder seguir respirando.

Como es evidente, los cadáveres no hablan y puedo hacer mi trabajo con absoluto silencio, dejando que la antigua persona que había en el cuerpo que en esos momentos preparo, se aprecie hermosa y llena de calidez a su alrededor, de hecho, si sus familiares no supieran de su muerte, dirían que está durmiendo. Es un trabajo fascinante y me ayuda a relajarme, a centrarme en algo que no es lo rutinario, que no son los horarios ni nada que ver con obsesiones de gérmenes o bacterias que pululan a mi alrededor y que mi madre me recuerda cada vez que me llama por teléfono todos los jueves a las diez de la noche exactamente, ni un minuto más ni uno menos.

El accidente:

Volvía del trabajo tranquilamente, había tenido tres cadáveres que preparar antes de los tristes funerales que realizaron posteriormente y que pude vislumbrar a lo lejos, tan deprimentes que, incluso, tuve que ir al servicio varias veces para no presenciarlos sin resultar maleducado frente a los familiares. Tardaba unos veinte minutos en llegar al estudio, pensaba que sería una noche tranquila como cualquier otra pero, al ver que la carretera seguía llana e igual de solitaria que hacía cinco minutos, aproveché para cambiar de emisora de radio porque la que tenía puesta me sacaba de quicio, desvié la mirada hacia la radio y, cuando me di cuenta, noté un fuerte golpe en el parachoques  y la sensación de haber pasado por un badén pero, aquello escapaba de la realidad misma.

En cuanto vi a aquel joven tendido en el suelo con toda aquella sangre a su alrededor, supe que estaba muerto pero, en vez de sentir pánico, de no saber qué hacer o simplemente sentirme triste por el hecho de haber matado a una persona por ir entretenido al volante, noté cómo una sonrisa se dibujaba en mis labios, una sensación de excitación por todo el cuerpo, de auténtica euforia y de superioridad moral, había encontrado lo que me hacía feliz y no precisamente había querido que lo fuera. No podía explicar lo que pasó luego, pero mentí a la policía después de haber limpiado completamente mi coche, les dije que había frenado un metro más atrás al verlo allí tendido y que, de inmediato, les llamé. En este momento, descubrí que mi integridad, e incluso, mi alma se habían evaporado justo en el instante en el que me había sentido eufórico al ver a aquel joven del que luego me enteré que era drogadicto, tendido en el suelo.

Un futuro plagado de rutinas:

Rutina tras rutina, horario tras horario sin cesar, sin poder cambiarlo debido al pánico que puedo llegar a sentir. Permaneciendo entre las sombras de aquellos que sienten y creen en algo universal, que quizá incluso, crean en Dios o en cualquier tipo de ser que haga que sigan adelante, sintiendo su alma dentro de ellos, pudiendo llorar cuando lo necesiten y reír a carcajadas cuando alguien les incentive a ello. Sensaciones de soledad, de vacío, de indiferencia hacia aquellas personas que están frente a mí en las camillas, sintiendo esa superioridad al haber matado a alguien, esa que volverá a resurgir con mi próxima víctima, aquella que hará que mi alma jamás vuelva a mí pero notando que la necesidad es mucho más intensa que aquella moral que se desvaneció.

Podría decir que nunca he conocido nada que no fuera ésto, nada que no haya sido hacer lo que hago, terminar siendo un carnicero que arranca cabezas, quizá ese sea mi futuro inmediato, quizá necesite matar para sentirme vivo, para romper mis rutinas, para olvidar las órdenes y tener a los muertos a mi disposición tan solo para mí, para exponerlos por la ciudad como trofeos que me han hecho poderoso y que me han hecho quién soy, habiendo creado uno de los hobbies más fascinantes de la historia.

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